sábado, 8 de noviembre de 2008

TOMANDO ALMAS (PARTE FINAL)

Llegué de regreso a casa para descansar. A la mañana siguiente vi en la televisión la noticia sobre la mujer que el invasor había asesinado sin piedad.
El efecto de “paz” tuvo menor duración que la primera vez, ahora a los siete días necesitaba hacerlo de nuevo. Fui desesperadamente al centro comercial para encontrar a una nueva víctima. Esta vez fue un hombre moreno de ojos verdes el que llamó mi atención. Justo cuando pagó la cuenta del café, se dirigió al elevador, yo fui detrás de él y entramos juntos. El me sonrió y dejó ver unos dientes blancos bien alineados, yo le sonreí de vuelta. Iniciamos conversación y al bajar del elevador me acompaño hasta mi auto. Lo seguí descaradamente en el auto y evidentemente lo notó. Llegó hasta un lugar apartado, se parqueó y con su mano indicó que me invitaba a su auto. Entré y justo al sentarme en el asiento de copiloto se me lanzó encima y empezó a besarme, yo correspondí muy gustosamente. En un movimiento extremadamente rápido me quité la blusa y le vendé los ojos, el simplemente respondió con una sonrisa lujuriosa. Lo besé apasionadamente por última vez antes de asfixiarlo con una bolsa plástica que estaba en su auto. Cuando dejó de respirar, retiré mi blusa de sus ojos para ponérmela de nuevo. Subí a mi auto y me marché. Esta fue la penúltima víctima.

Al llegar a casa mi mamá empezó me regaño por haber salido sin avisarle. La vasija de rabia dentro de mí estaba a punto de rebalsar. Esa mima noche no pude dormir, estaba furiosa, desesperada, aterrada, desando terminar con esa maldición. En ese momento una fuerza ajena a mí me guió hasta la habitación de mi madre. Ella estaba dormida y en mí no estaba yo. Ella se dio cuenta que entré a su recámara y e ordenó que saliera. No la escuché, de hecho yo no estaba allí. Me acosté a su lado, la abracé y empecé a sujetarla con fuerza sobre el cuello tratando de ahorcarla. Ella gritaba escandalosamente, tomé el teléfono y la golpeé en el rostro. Mi mamá corrió para salir de la recamara pero la siguió, la hizo caer de las gradas, saltó encima de ella dañándola con mis pies. Fue a la cocina y con un chuchillo de mesa le sacó los ojos. Justo en esto estaba cuando llegó la policía. Los vecinos habían alertado debido a los gritos. Justo cuando entraron regresé a mí, al ver el cuerpo inerte de mi madre no quise más que matarme yo. Confesé a la policía los crímenes que el invasor había cometido antes. Los llevé hasta el lugar donde había escondido al niño, al entrar el olor era putrefacto. Me arrestaron pidieron mi declaración, y dije nada más que la verdad. Un invasor había llegado y había asesinado. Nadie me creyó, me evaluaron siquiatras pero todo estaba en orden. Desde entonces estoy encerrada en este reformatorio con cadena perpetua.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

TOMANDO ALMAS (PARTE II)

Eran las 10 de la mañana y los niños regresaban de la cancha de fútbol a sus casas. Me escondí detrás de un árbol, esperé justo cuando el diablillo que me lanzó la pelota pasó delante de mí y lo alcancé. Le hablé con tono amable le dije que lo acompañaría a su casa, él intentó creerme pero yo percibía que me temía. Cuando pasábamos por el lugar más apartado y silencioso, puse un pañuelo con en su nariz hasta que se desmayó. Lo cargué y lo llevé a una casa abandonada que estaba muy distante de las demás, nadie pasaba por allí. Antes que despertara lo até a una mesa apolillada y lo amordacé. Al despertar lo primero que vio fue mi rostro, el cual reflejaba al mismo demonio. Empezó a llorar, trataba de gritar y se movía como un asqueroso gusano que se parte por la mitad. Tomé una pelota de baloncesto y la reboté vigorosamente sobre su rostro hasta que su nariz se fracturó y la sangre brotaba incontrolablemente. Al ver sus deditos que se movían sigilosamente me vino una idea, tomé un alicate y apreté con fuerza su dedo pulgar hasta que se fracturó y pude ver su hueso en medio del viscoso líquido carmesí. Tomé una rasuradora y removí todo su negro cabello, con la misma navaja hice cortes por todo su pequeño cuerpo. Lo golpeé con saña. Sentía una enorme satisfacción al lastimarlo de forma brutal, sentía que yo no estaba en control de mi cuerpo, sentía que algo actuaba a través de mí. No tenía remordimientos en ese momento. El tiempo pasó y la vida se marcho de su cuerpo como la paz de mi vida. Tomé su cuerpo lo guardé en un cajón de acero. Limpié exhaustivamente cada mancha de sangre del lugar, me cambié de ropa y me marche. Regresé tranquila a mi casa, subí a mi recámara y dormí por nueve horas. Al recordé lo que hice y no pude evitar llorar, no comprendí como había llegado a tanto. Me aterré de mi misma, sentía sobre mi cuerpo el olor a sangre y temor del niño. No podía sacar esas imágenes de mi mente, pero a los minutos sentí la paz que no experimentaba desde hacía varios meses.

Al llegar la noche mi madre llegó aterrada y me contó que un niño había desaparecido y nadie había visto nada. Me comentó que dos policías la habían interrogado y que querían hablar conmigo. Bajé con temor, pero estando frente de ellos actué con tal descaro, como si en realidad la noticia me afectara y no supiera nada de lo ocurrido.

Pasaron dos semanas desde que asesiné a ese niño para que cometiera un nuevo crimen. No fue porque yo quisiera, era más bien la búsqueda de paz que me orillaba a matar. Para evitar levantar sospechas me trasladé en mi vehículo hacia la ciudad contigua. Esperé que anocheciera para atacar. Estaba convencida en que ahora la víctima debería ser muy diferente para evitar vinculaciones. Esto no lo pensaba yo, sino mí otro yo, el mal que en mí habitaba. En un callejón apartado caminaba una mujer negra un tanto ebria, reía sola como si estuviese loca. Su felicidad me causó envidia, fue allí cuando supe que ella era la siguiente. Me acerqué y le pregunté sobre algún buen bar por el lugar, ella me lo indicó con voz tropezada a causa del alcohol. Justo cuando rió enfrente de mí no soporté más y la sujeté con fuerza en la boca, la lancé al piso y la apuñalé cuatro veces en el abdomen, por último la degollé. De nuevo experimenté la misma sensación, satisfacción al principio, terror después y finalmente “paz”. Insisto en que no era precisamente yo quien asesinaba, pues yo no tenía tanta fuerza física y menos las agallas para herir a un ser humano.

EN VÍSPERA DE NAVIDAD

La noche del 15 de diciembre, mientras las familias se dedicaban a comprar presentes de navidad, un anciano de aproximadamente 60 años era abandonado por sus tres hijos. Ellos estaban hastiados de él, pues sufría de leve demencia. El anciano de cara triste y arrugada vagó desesperado por las frías calles, tan solo en compañía de un viejo abrigo negro y el bastón que guiaba sus pasos. Su tristeza era evidente, la mirada vacía con ojos llorosos aún albergaba la esperanza de reunirse de nuevo con sus familiares. Quizá no pensaba que lo habían abandonado, quizá creía que en un descuido él se había perdido. Las largas caminatas lo dejaron exhausto, fue entonces cuando decidió sentarse sobre un viejo cajón de madera apolillada que no albergaba más que basura. El frío y el hambre eran ahora sus únicos compañeros. Moría de hambre, deseaba estar en su casa y comer y beber a gusto. Justamente pensaba en comida cuando desde un tercer nivel arrojaron una cubetaza de leche agria. Este líquido cayó sobre su cabeza cubierta por un sombrero negro, se deslizó sobre sus mejías hasta posarse sobre sus barbas y humedecer sus labios.

El anciano fue encontrado muerto tres días después, en el mismo lugar y en la misma posición, sentado sobre un cajón de madera apolillada que no albergaba más que basura.

martes, 4 de noviembre de 2008

TOMANDO ALMAS (PARTE I)

Hace tres meses llegue a Talk Oaks con mis padres. Nos mudamos porque en el vecindario anterior se había inmiscuido la delincuencia y mi madre estaba aterrada, no vivía tranquila y siendo sincera yo tampoco. No me atrevía a salir a la calle luego de que el vecino de enfrente fuese secuestrado y hallado muerto una semana después.

T. Oaks era un lugar muy tranquilo y la vida allí fue de maravilla los primeros dos meses, hasta que el ciclo escolar terminó e iniciaron las vacaciones. Unas semanas bastaron para que me acostumbrara a dormir por el día y estar despierta de noche. Mi desorden de sueño irritó mucho a mi madre, quien luego tomó la maldita manía de despertarme a las 7 de la mañana y no permitirme dormir durante el resto del día. Empecé a sufrir de insomnio, sólo lograba dormir dos horas diarias. Este problema me empezó a afectar en lo neurológico, empecé con temblor en las manos, distorsión de la vista, pero lo que sería más grave era la irritabilidad. Me molestaba escuchar la voz de mi madre, de mi padre, de los niños riendo y gritando en la calle, los incesantes ladridos de Sancho, mi perro; me molestaba el puto zancudo que volaba cerca de mi oído derecho. La impotencia de no poder dormir estaba acabando con mi cordura y racionabilidad. Gradualmente empecé a tornarme violenta, quebraba objetos en mi habitación, cerraba con rabia y extrema fuerza cada puerta, acuchillaba almohadas de plumas. Ya no soportaba ver y menos platicar con nadie, la paz se había marchado por completo de mi vida. Conseguí un frasco de pastillas para dormir y comenzaban a dar resultado, estaba poco más tranquila y podía dormir más. Mi madre las encontró en la mesa de noche de mi habitación y se alarmó, me regañó por tomar esas “porquerías”, las agarró y delante de mí las tiró por el inodoro. En ese instante sentí como si algo ardiera dentro de mí, quise empujarla o pegarle y decirle que no se metiera con mis cosas pero me contuve. La tranquilidad de nuevo había escapado de mi alma. Me desesperó el hecho de no poder dormir sin las pastillas, probé con un poco de whisky pero no funcionó como esperaba.

A las cuatro de la madrugada de un día martes, logré dormir tranquilamente. Para desgracia mía y de muchos no duró tanto. A las 7 de la mañana estaba allí, una mano tocando mi hombro cubierto por el edredón, era ella de nuevo, a quien yo culpaba por mi desorden. Escuchar su voz fue como recibir un martillazo en la cabeza. Me desperté, nuevamente me contuve y desayuné. Mientras comía sabía que no podía más con tanta rabia, ya era el límite. Me temí porque no sabía lo que podría llegar a hacer en estado de desesperación y furia. Salí al jardín frontal con un té de tilo para intentar relajarme bajo los rayos del sol. Cerré mis ojos y comencé a imaginarme en un mundo diferente, sola yo durmiendo al lado de una cascada de agua tibia, rodeada de flores aromáticas. El paraíso mental que estaba recreando se convirtió en el mismo averno cuando un niñito de aproximadamente 7 años con cara traviesa y sonrisa burlona lanzó su pelota hacia mí. Certera puntería tuvo el pequeño desgraciado al impactarme justo en el rostro. Seguido vi a cuatro niños más que salían detrás de árboles y autos para reírse de mí. En ese momento sólo lancé de regreso la pelota sin intentar lastimarlos. Regresé a mi habitación a intentar escribir algo, pero lo único que logré fue crear bocetos de niños asesinados brutalmente. Parte de mí se aterrorizaba pero la otra lo consideraba justo. Esa noche llegó el diablo al vecindario.